Dentro de la tradición mexica, la muerte no representaba un final, sino una transición hacia otro plano de existencia. Para quienes fallecían de manera natural, el destino era el Mictlán, un extenso y complejo inframundo al que solo se podía acceder tras superar múltiples pruebas. En ese viaje, el perro desempeñaba un papel fundamental: servía como guía y compañero del alma en su trayecto hacia la eternidad.

La creencia se reforzaba con la idea de que el perro, al alimentarse de restos orgánicos, era un intermediario entre la vida y la muerte, un ser capaz de transitar ambos mundos. Su vínculo con la descomposición lo conectaba con el ciclo natural de la existencia y lo convertía en un símbolo de purificación espiritual.

El río Chiconahuapan: la prueba más difícil del alma

Según los mitos prehispánicos, el primer obstáculo que el alma debía enfrentar en su camino era el cruce del río Chiconahuapan, un paso que solo podía superarse con la ayuda de un perro.

El difunto debía encontrar a un can de color bermejo o café, pues solo estos ayudaban a los muertos a cruzar montándolos sobre su lomo. En cambio, los perros blancos y negros se negaban, cada uno representando distintos aspectos del equilibrio espiritual.

Esta parte del mito refleja la creencia de que la conexión entre el alma y su guía dependía del tipo de energía que ambos compartían en vida, más que de un lazo físico.

Más allá del xoloitzcuintle: lo importante era el color

Durante mucho tiempo se pensó que esta creencia estaba asociada exclusivamente con el xoloitzcuintle, la raza nativa de México conocida por su apariencia sin pelo y su misticismo. Sin embargo, investigaciones arqueológicas recientes demuestran que el color del pelaje, no la raza, era lo que determinaba la capacidad del perro para servir como guía en el tránsito hacia el inframundo.

Restos de perros de distintas razas han sido hallados en entierros prehispánicos, evidenciando que lo esencial era su simbolismo espiritual, no sus características físicas.

Una tradición que sobrevivió a la Conquista

A pesar de la prohibición impuesta tras la llegada de los conquistadores, la práctica de enterrar perros junto a los difuntos no desapareció por completo. En muchas comunidades, los rituales se adaptaron y comenzaron a utilizar figurillas de barro con forma de perro para sustituir a los animales sacrificados, manteniendo así viva la creencia ancestral.

De este modo, el perro siguió siendo un símbolo de guía y protección del alma, un compañero espiritual que ayudaba al ser humano a completar su último viaje.

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